Llamar las cosas por su nombre es, en ocasiones, una de los principales desafíos y responsabilidades para definir una actividad económica y las potencialidades que puede brindarle al desarrollo de un país. Tal es el caso de la denominada bioindustria. Para Mariano Lechardoy, Coordinador del Programa de Bioeconomía del Ministerio de Agroindustria de la Nación, “es el acercamiento de dos visiones que estuvieron encontradas durante mucho tiempo: lo urbano y lo rural, la industria y el campo”.
El especialista en bioindustria afirma que “la Argentina necesita una reconversión entre ambas visiones, y para refundar el interior se necesitan por lo menos dos cosas: energía y conectividad”. En relación a la primera, Lechardoy explica que “la matriz energética argentina está compuesta por los combustibles líquidos, tanto biodiesel (compuesto por aceite de soja) como bioetanol (obtenido del procesamiento de maíz o la caña de azúcar), que participan en el 10 y el 12% en el corte de nafta y gasoil; y también por la producción de electricidad o energía térmica, a través del biogás que se obtiene mediante la denomina biomasa húmeda; como con biomasa seca, a partir de la generación de calor, la posterior producción de vapor, que luego se transforma en electricidad a través de turbinas”.
Pero, ¿qué es la biomasa? Es aquella materia orgánica de origen vegetal o animal, incluyendo los residuos y desechos orgánicos, susceptible de ser aprovechada para generar energía, quedando fuera de este concepto los combustibles fósiles y las materias orgánicas derivadas, como los plásticos y la mayoría de los productos sintéticos.
Energía y conectividad
“El desarrollo territorial de la Argentina es muy desequilibrado, tanto en la generación de riqueza, como de puestos de trabajo, en la instalación de industrias, como el nivel de vida, cultural o educativo. El nuevo desarrollo que requiere el país se puede lograr por la disponibilidad de energía a través de la transformación de grandes cantidades de biomasa con una gran eficiencia“, define Lechardoy quien aclara que “somos grandes productores de biomasa, pero todavía de bajo valor”.
En este sentido, describe que “el transporte de esa biomasa genera una incidencia muy alta en los costos sobre el precio final de la energía, y por otro lado deja una alta huella de carbono (la porción de gases de efecto invernadero emitidos por efecto directo o indirecto para la elaboración de un producto) y un gasto ambiental muy elevado por las grandes distancias que recorre esa materia prima de bajo valor”. Lechardoy destaca entonces que “lo primero que se necesita es energía disponible y a precio adecuado para poder instalar industrias que puedan transformar esa biomasa, emprendimientos que inclusive puedan transformar proteína vegetal en proteína animal”.
El encargado de Bioeconomía pone como ejemplo datos relacionados a la campaña 2016/17 de maíz y señaló que en ese ciclo la Argentina exportó alrededor del 60% de lo producido como grano, mientras que los EE.UU. apenas vendió al exterior el 15% de su producción. “La mayoría del maíz estadounidense se transformó en bioetanol, para el corte de combustibles; y en burlanda (forraje proveniente de la molienda seca de maíz) que se convirtió en alimento para el ganado que luego terminó transformándose en carne. Como consecuencia, en el mercado exportar un kilo de proteína animal tiene más valor un mejor precio que exportar un kilo de proteína vegetal”, explica.
Además, la bioindustria pone en discusión dos conceptos: la economía de escala versus la de localización. La primera establece que cuanto más se produce, menor es el costo marginal por unidad producida. La segunda sostiene que si la industria está ubicada a poca distancia del lugar donde se obtiene la materia prima, aunque la economía de escala no sea la más eficiente y se tengan costos medios más altos, es posible que las menores distancias y por ende la baja incidencia de los fletes, haga que la empresa de menor escala sea más eficiente aquel más grande pero que está más lejos.
“Por eso, para poder tener economías de localización esas pequeñas y medianas empresas tienen que estar conectadas para poder compartir información, mantener sus sistemas actualizados, gestionar su administración de la mejor manera. Por lo tanto, sin conectividad no hay desarrollo”, afirma Lechardoy quien insiste: “Lo que se necesita para llegar a esta cuarta revolución industrial en el campo, es la conectividad”. El especialista considera el último gran cambio para el sector fue la incorporación del paquete biotecnológico con los organismo genéticamente modificados (OGM), el uso de herbicidas que no afectan al medio ambiente, y las variedades de cultivos resistentes a esos agroquímicos, lo que trajo aparejado un impacto altamente positivo para la producción y la economía argentina.
“No se podrá tener ninguna mejora con el uso del Big Data o las nuevas tecnologías y aplicaciones para el uso de las maquinarias con sus innovaciones tecnológicas, sino se tiene conectividad”, advierte Lechardoy; “por lo que se necesita desarrollar energía en el territorio y después se necesita conectividad para, por ejemplo, poder tener en línea las plantas de producción de bioetanol”.
“En la Argentina hace muchos años que venimos insistiendo en que debemos flexibilizar la motorización del parque automotor argentino y tenemos que homologarlo con el brasileño”, relata Lechardoy, quien explica que “si se quisiera aumentar el corte de bioetanol en los combustibles, hoy la industria automotriz argumentaría que los motores actuales no permiten una mayor mezcla. Pero, para hacer eso posible se deberían cambiar los motores” para soportar una mayor proporción de combustibles derivados de los granos o la caña de azúcar.
El responsable de Bioeconomía de Agroindustria explicó que, por el nivel de intercambio comercial que vincula al país con el principal socio del Mercosur, “sería un error estratégico seguir sin integrar ambas industrias automotrices. Si tuviéramos los motores que tiene Brasil, podrías aumentar el corte hasta los niveles que económicamente sea más eficiente para Argentina”, explica y remarca que “de unas 40 millones de toneladas de maíz, se utilizan sólo tres millones de toneladas para abastecer la demanda de corte, por lo que podríamos crecer unas diez veces”, en el aporte para la generación de energía.
Lechardoy considera que “el principal desafío es adecuar un lenguaje donde los representantes del sector agroindustrial entiendan a los representantes de las industrias más duras, y viceversa. Tendría que haber una especie de coordinación cultural. ¿Y cómo se está intentando hacer? A través de las Mesas de Competitividad sectoriales. Y eso es trabajar en la comunicación”, manifestó. En ese sentido, consideró que “los representantes de la producción tienen que entender que el negocio no termina en la tranquera. El cambio de mentalidad viene por dos vías: por un lado, el empresario tiene que modernizarse y comprender al hombre de campo; y el productor tiene que involucrarse un poco más con los procesos industriales para salir de la lógica exclusivamente del potrero”.
Los conceptos de Lechardoy se escucharon durante el seminario “El negocio de la bioindustria en la Argentina” que compartió con el Director de Bioenergía de la cartera agroindustrial, Miguel Almada, y que estuvo organizado por el Posgrado de Agronegocios de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (FAUBA). Sobre el final, este ingeniero agrónomo que se autodefine como un “promotor del desarrollo de la Bioeconomía” nacional señaló que “la bioindustria es un Presente definitivo para las bioenergías; y un Futuro promisorio para las industrias con alta densidad tecnológica”.
Fuente: Infobae
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